martes, 9 de enero de 2007

Autobiografía

Después de vacaciones...

Nací en tierra caliente y aunque eso no es completamente cierto nada en mi delata la mentira. La verdad es que respiré por primera vez a pocos kilómetros, pero lejos del sol que sobre la sombra que ofrecía el techo agujereado pasaba en hilos firmes que pinchaban expandiendo luz en unos ojos que a su contacto se aclaraban hasta reconocerse negros; también las uñas de las manos y pies a su alrededor mostraban un color morado que se confundía con el tono que deja el comer caimito en “el patio de la Chola”, así, nadie jamás me hubiera visto, era invisible, perfectamente camuflada entre el polvo atajado en el curioseo de esa casa grande, entre las tablas canela del suelo y el color a tierra seca que tiene el aire del lugar donde me hubiera gustado nacer.

Allí en mi juego me sentía distanciada de las sandalias blancas y de la frescura impecable de la hora de la misa, sin ganas de intentar de nuevo y como tantas veces fallidas, mimetizarme con el vestido limpio. Ellas en cambio, se veían tan cómodas mientras se acercaban a las campanadas y saludaban con orgullo desbordante, mostrando sus tonos rosados y perfumados a la calle, en donde en bicicleta se movía mucha gente igual a mi y diferente a ellas. Esas breves caminatas de la abuela, mi hermana y yo tomadas de la mano caminando a la iglesia en Santa Cruz, me enseñaron el valor del contraste; soy hija de ello.

De mi madre, mujer también de sol y costa, de puertas abiertas, de corredores y muchas veces bacanales; y de mi padre, de chimeneas que alumbran las buenas prácticas y sabios consejos que saben muy bien arropar contra el frío. De ella heredé el gusto por el placer, incluso aquel que sabe a pecado y más aún a disfrutarlo sin culpa y con beneplácito divino, ella me esculpió la felicidad en la piel y me enseñó a llorar frente a lo hermoso. De mi padre aprendí la coherencia y el sincronismo del orden de los factores, a valorar el peso de lo sublime.

Aprendí a escribir por la necesidad de dimensionar el valor de las imágenes atesoradas que soñé en libros, hasta toparme de frente y sin reparo con el teclado, que me fijó la mirada en la pantalla e hizo soltar el lápiz; que sin entenderlo mucho en su reposo laxo y con todo su potencial de ser transformado en palabra, espera; mientras yo me sumerjo en espacios abiertos, anacrónicos y sin ley, donde de forma simbiótica ojos, palabra y teclado se revuelcan en pasiones que también terminan haciéndome invisible. Luego lo dimensiono y mido en las clases universitarias con los estudiantes de periodismo de la Universidad de Costa Rica.

En vacaciones, como siempre, vuelvo a Guanacaste, ahora tomada de la mano de Juan Pablo, somos dos los que nos sumergimos en el polvo hasta desaparecer entre las hojas secas del patio. Al frente de la casa grande pusieron un Café Internet y afuera las bicicletas estacionadas esperan pacientes la vuelta de aquellos que retornan de viajes por el mundo; vuelven a sonar las campanadas de la Iglesia que ya la abuela no escucha pero que alertan a mi hija que abre impresionada sus grandes ojos azules en esa tierra color canela donde me gustaría haber nacido.

1 comentario:

Christian Bermúdez dijo...

hermoso gaby! tuve que recorrer a lo largo por las entradas, pero finalmente di con vos, y la casa de que me habías contado en aquel café.